La llegada de la Dra. Sheinbaum a la presidencia de la República con la legitimidad que otorga casi el 60% de la votación[i], en combinación con la mayoría en las Cámaras del Congreso de la Unión, abrió un nuevo episodio reformista en nuestro país que claramente representa una transformación institucional en múltiples dimensiones. Desde el inicio de su sexenio, la presidenta ha usado de forma estratégica y constante el derecho que otorga el artículo 71 constitucional a iniciar legislación, y el día de hoy, la materia electoral está en la antesala de la transformación.
Con un cambio electoral en puerta, es preciso recordar que las reglas del juego reducen incertidumbre, estructuran incentivos y orientan el comportamiento de los actores políticos[ii]. En esencia, esa es su importancia, pero igualmente relevante es porqué se cambian, lo cual hoy también se encuentra en el centro del debate.
Las reformas electorales de mayor trascendencia en nuestro país han funcionado como mecanismos de ajuste: algunas veces para centralizar y cerrar, y otras veces han dado paso a la apertura política; pero, por lo general, han sido la respuesta a crisis de legitimidad o válvulas de escape frente a momentos de alta conflictividad.
En el México posrevolucionario, el objetivo no solo era la pacificación, sino la unificación política en un contexto de atomización y fraccionamiento de los liderazgos locales, aún marcados por la inercia de la política caudillista. Esto dio origen a políticas centralizadoras. La reforma electoral de 1946, entre otras cosas, respondió a las elecciones de 1940 y a la posterior rebelión almazanista. La lógica detrás de este cambio de reglas era que contar con instituciones como la Comisión Federal de Vigilancia Electoral, con el secretario de Gobernación a la cabeza, permitiría un mayor orden en los procesos electorales, el cual traería mayor legitimidad en la contienda[iii].
Para la coyuntura electoral de 1952, el movimiento del general Henríquez obligó a realizar ajustes al sistema. Las reformas de 1953-1954, si bien trajeron consigo que las mujeres tuviéramos el derecho de votar y ser votadas, también trajeron consigo un aumento en el número de miembros que requería un partido político para su registro, pasando de 30 a 75 mil[iv].
A finales de los cincuenta y en plena década de los sesenta, cuando la sociedad mexicana comenzó a manifestar la pluralidad de su composición y necesidades más allá de los sectores aglutinados en el partido hegemónico, surgieron grandes movimientos sociales como el ferrocarrilero, el médico, el magisterial y el estudiantil. Entonces, la cirugía que requería el sistema electoral para garantizar la supervivencia del sistema político era mayor. Así llegó la reforma electoral de 1963, con los famosos diputados de partido, que para 1977 ya eran parte de un sistema mixto de representación conformado por 300 diputados electos por mayoría y 100 por representación proporcional.
Tras la crisis electoral de 1988, cuando la caída del sistema durante el conteo de votos marcó un punto de inflexión en la confianza pública, en 1990 se creó el Instituto Federal Electoral. Por primera vez, se buscó institucionalizar un árbitro electoral independiente del Ejecutivo y también se creó el Tribunal Federal Electoral, que en 1996 pasó a ser parte del Poder Judicial[v].
El último gran cisma poselectoral que ha enfrentado nuestro país en tiempos modernos fue el de 2006, una diferencia porcentual de 0.55[vi] entre la votación de los punteros, antecedida por una campaña que señalaba a López Obrador como un “peligro para México”, impulsó una reforma electoral en 2007 que prohibió la compra de spots por particulares y fortaleció la fiscalización[vii].
Demos entonces un salto a 2025: la anunciada reforma llega después de una elección federal con alta participación y sin un conflicto poselectoral, porque los resultados fueron contundentes. Entonces, ¿de dónde vienen estos vientos de cambio? En buena medida, las reformas que he mencionado tuvieron un eje: los partidos políticos. En 1946 se estableció por primera vez que solo los partidos podrían registrar candidatos, y así, las reformas fueron configurándose ya fuera para cerrar o para abrir espacios a los partidos, para establecer que fueran concebidos como entidades de interés público, para su financiamiento, para sus tiempos en medios de comunicación y para sus medios de impugnación.
Hoy, los partidos están en el centro de la discusión – y con justa razón – como entidades poco representativas y que consumen altas e injustas cantidades de dinero. Por tanto, se promete que esta reforma electoral pondrá en el centro a la ciudadanía y no a los partidos; pero, para ello no basta con cambiar las reglas de elección, reducir a los plurinominales o quitarles dinero a los partidos políticos. Se requiere, de inicio, incorporar las voces de la ciudadanía en la elaboración de las nuevas reglas del juego.
La reforma que hoy se propone rompe con la tradición antes descrita, pues se impulsa en un contexto de alta legitimidad y claro dominio en las urnas del partido en el gobierno, lo que sin duda prende las alertas de posible concentración de poder. Sin embargo, se ha hecho la promesa de que se buscará la construcción de amplios consensos. Las condiciones sin duda son distintas: no hay crisis electoral, ni colapso institucional, ni conflicto poselectoral. Tal vez, también pueda ser distinta la forma en que se concibe y se construye la reforma, no como un remedio frente a la fractura, sino como una oportunidad para rediseñar, de forma participativa y legítima, el vínculo entre ciudadanía, instituciones y representación. Si los vientos de cambio vienen desde el poder, debemos estar atentas y atentos a que no apaguen la voz de la sociedad, sino que abran un nuevo capítulo en la vida pública donde las reglas del juego no solo sean más eficaces, sino también más justas, más incluyentes y, sobre todo, más nuestras.