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Recientemente, la Cámara de Diputados aprobó el proyecto de la Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar los Delitos en Materia de Extorsión, una iniciativa presidencial que representa un viro de timón en la estrategia nacional de seguridad. Este nuevo marco normativo no sólo busca unificar el delito de extorsión en todo el país, sino también establecer penas más severas —de seis a quince años de prisión—, fortalecer la coordinación entre los tres niveles de gobierno y garantizar la protección integral de las víctimas mediante la persecución de oficio y la posibilidad de denuncias anónimas.

Esta ley constituye un verdadero paradigma en la política criminal del Estado mexicano. Su aprobación responde a una demanda colectiva largamente postergada: enfrentar de manera frontal un delito que afecta tanto a comerciantes, transportistas y empresarios, como a familias que viven bajo el temor cotidiano de la intimidación. La extorsión —que se manifiesta tanto en su modalidad física como digital— ha dejado de ser un fenómeno local para convertirse en un problema estructural de seguridad pública.

Con la llegada de la Presidenta Claudia Sheinbaum, el Estado mexicano ha emprendido una serie de reformas que redefinen la estrategia nacional en materia de seguridad. Este nuevo ciclo legislativo se orienta a la prevención, la inteligencia y la cooperación internacional, más que al simple uso de la fuerza. La ley contra la extorsión se inserta en esa lógica: una respuesta moderna, integral y con perspectiva de derechos humanos, que articula a las instituciones de procuración de justicia, seguridad pública y atención a víctimas.

Asimismo, el impacto de esta legislación trasciende las fronteras nacionales. En el contexto de las relaciones que México mantiene con sus socios del norte —Estados Unidos y Canadá—, esta reforma envía un mensaje de cooperación estratégica en materia de seguridad. Tras la reforma constitucional de abril de 2025, que incorporó el delito de terrorismo al catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa, esta ley fortalece el andamiaje jurídico nacional frente a organizaciones criminales transnacionales, muchas de las cuales han sido designadas como terroristas por instancias extranjeras. De este modo, México armoniza su legislación interna y cierra brechas normativas que antes permitían la impunidad.

De cara a este cambio legal, conviene abrir una discusión impostergable: si aspiramos a aplicar la ley bajo una visión que prevenga y sancione eficazmente los delitos, ¿no es natural plantear la creación de un Sistema Nacional Penitenciario que dé coherencia a toda la política punitiva del Estado mexicano? La extorsión no ocurre sólo en las calles o en las ciudades; también se orquesta desde centros penitenciarios. En este contexto, el combate a este delito no puede entenderse de manera aislada de la realidad carcelaria del país.

Hoy, el delito de extorsión ilustra con crudeza una fractura institucional. Su práctica no se limita al espacio público, sino que se reproduce dentro de los centros de reclusión, donde redes criminales operan con impunidad, utilizando la infraestructura pública como plataforma de intimidación. En ese sentido, la creación de un Sistema Nacional Penitenciario no debe concebirse como una simple centralización administrativa, sino como un rediseño estratégico que integre la seguridad interior, la reinserción y la coordinación interinstitucional.

Un primer paso podría ser evaluar la transición hacia un modelo de administración compartida, en el que las fuerzas del orden —particularmente las Fuerzas Armadas a través de la Policía Militar— asuman la seguridad perimetral, la vigilancia interna y el control de recintos, mientras personal civil especializado —psicólogos, médicos, pedagogos, trabajadores sociales y expertos en justicia restaurativa— se encargue de la atención directa y del proceso de reinserción. Esta dualidad permitiría mantener el orden y reducir la corrupción operativa, sin perder de vista el carácter humano y constitucional de la reintegración social.

La pregunta de fondo es si la reinserción debe entenderse como un proceso pasivo o como un mecanismo dinámico en el que las personas privadas de la libertad participen activamente en tareas productivas y de servicio al Estado. Mantenerlas ocupadas en actividades útiles —industriales, agrícolas, tecnológicas o de infraestructura— no sólo contribuiría a su formación y autoestima, sino que también permitiría al Estado aprovechar capacidades subutilizadas, disminuyendo costos y fortaleciendo el sentido de responsabilidad cívica.

Un Sistema Nacional Penitenciario con esta visión no sería un simple complemento de la política criminal: sería su columna vertebral. Haría posible que la justicia no termine con una sentencia, sino con una verdadera oportunidad de reinserción, y que la seguridad pública se extienda, de manera efectiva, hasta el último rincón del sistema carcelario.

El carácter de persecución de oficio y la apertura a denuncias anónimas refuerzan la confianza ciudadana y abren un nuevo frente en la protección de quienes antes callaban por miedo. A partir de ahora, el reto será traducir la letra de la ley en capacidades reales: mejores protocolos de investigación, trazabilidad financiera para desarticular cadenas de cobro, y coordinación total entre fiscalías, policías y autoridades penitenciarias.

La aprobación de la Ley General contra la Extorsión representa, en suma, una señal de Estado: México está actualizando su marco jurídico para enfrentar los desafíos de la criminalidad contemporánea, consolidando su soberanía legislativa y reafirmando su compromiso con la seguridad de su población. El siguiente paso —necesario y urgente— es ordenar el componente penitenciario bajo una lógica nacional, donde seguridad, reinserción y prevención formen parte de la misma ecuación. Sólo así, la ley podrá cumplir su propósito más profundo: erradicar la violencia, dentro y fuera de los muros.

Daniel Azuara

Abogado por la Universidad Veracruzana, especializado en derecho parlamentario, técnica legislativa, seguridad y defensa nacional. Se ha formado en Harvard Kennedy School y también invitado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos al programa American Council of Young Political Leaders (ACYPL). Ha sido asesor parlamentario de las presidentas del Congreso del Estado de Yucatán y de Veracruz. Ha impartido clases y conferencias especializadas en la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA), la Secretaría de Marina (SEMAR), Guardia Nacional (GN) así como en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ha sido invitado a participar en televisión nacional e internacional como analista en temas de seguridad, defensa y gobernabilidad. Recibió el Premio Estatal de la Juventud en Veracruz, en la categoría especial dedicada al Poder Judicial.