Cada cierto tiempo, la geopolítica nos recuerda que el mundo no avanza en línea recta. A veces gira de golpe, a veces regresa a viejos patrones que creíamos enterrados. La publicación de la Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos 2025 —el documento que marca la brújula del poder estadounidense— es uno de esos momentos que cambian el curso del hemisferio. Y América Latina, que durante cuarenta años fue espectadora de otros conflictos, vuelve al centro del tablero.
La NSS 2025 rompe con el lenguaje que Estados Unidos usó por décadas. Ya no habla del “orden internacional basado en reglas”, ni de alianzas globales para defender valores compartidos. Habla, en cambio, de América First sin filtros: la seguridad de Estados Unidos depende de blindar su frontera, controlar su vecindario y reducir la influencia de otras potencias en su entorno inmediato. Es un regreso explícito a la lógica de la Doctrina Monroe del siglo XIX —“América para los estadounidenses”—, pero ahora con un sello propio: el “corolario Trump”, que establece que Washington debe recuperar su “preeminencia” en el hemisferio. El documento es claro: para Estados Unidos, las tres amenazas centrales en América Latina son: la migración masiva; las drogas y el crimen organizado, y la expansión de China.Todo lo demás —instituciones multilaterales, clima, cooperación para el desarrollo— pasa a segundo plano.
Este giro no ocurre en el vacío. En mayo de 2025, China publicó su propia estrategia de seguridad, con una visión total: cada tecnología, cada puerto, cada fibra óptica y cada decisión económica es parte de un rompecabezas geopolítico que protege al Partido Comunista y extiende su influencia global. Rusia, desde 2021, había hecho lo mismo. En este contexto, Estados Unidos parece haber decidido que el mejor papel para competir no es el de policía global sino el de potencial mundial con un decidido control sobre su patio trasero.
Y ese cambio se nota en la geografía de sus prioridades. Europa, que durante 70 años fue el corazón de la política exterior estadounidense, aparece relegada: un socio importante, sí, pero ya no el centro. Las guerras lejanas empiezan a verse como costos excesivos frente a un problema más urgente: controlar su propio vecindario. América Latina vuelve a ser la pieza clave, no por su peso económico o político, sino porque es el espacio donde Estados Unidos siente que tiene más que perder.
La razón es simple: en los últimos años, Rusia y sobre todo China, han avanzado en la región sin resistencia significativa. Ahí están los puertos estratégicos de China en Perú y la expansión de financiamiento en infraestructura en el Caribe y Sudamérica, así como la presencia rusa en Venezuela. Para Washington, esto es ya un tema de seguridad nacional.
Pero además del factor externo, hay una disputa interna en Estados Unidos que explica este giro. Por un lado, está la corriente neo-conservadora que encabeza Marco Rubio, hoy una de las voces más influyentes en la agenda exterior. Rubio ha logrado traducir el viejo anticomunismo de la Guerra Fría en una nueva narrativa contra el “narcoterrorismo” regional: para él, Venezuela, Cuba y Nicaragua no son solo regímenes autoritarios, sino plataformas criminales con conexiones internacionales. Esta narrativa le permite tender puentes con la otra fuerza interna del trumpismo: el aislacionismo populista, representado por figuras como J.D. Vance y Stephen Miller, que no quieren guerras en el extranjero pero sí mano dura en la frontera. La solución para unir ambas visiones es simple: convertir la política hacia América Latina en un tema de seguridad nacional de máxima prioridad para Estados Unidos.
De ahí surgen medidas como el endurecimiento del programa “Remain in Mexico”, el uso recurrente de aranceles como arma política, la presión para que México actúe como muro migratorio y la idea —abierta en la NSS 2025— de usar fuerza letal contra cárteles fuera del territorio estadounidense si lo consideran necesario. Asimismo, ya vemos reflejado en el apoyo abierto a gobiernos aliados como el de Milei en Argentina o en las declaraciones en favor de candidatos presidenciales como Asfura en Honduras y Kast en Chile.
Para América Latina, esta estrategia representa un desafío profundo. No porque Estados Unidos vuelva a mirar hacia el sur —algo que muchos países pedían desde hace décadas— sino por cómo lo hace. Washington, hasta ahora no llega con una agenda de desarrollo o integración profunda; llega con una lista de amenazas que deben neutralizarse y con la prioridad central de ser la única potencia mundial presente.
Esto coloca a los gobiernos latinoamericanos en una encrucijada. La región necesita inversión, infraestructura, tecnología y cooperación para enfrentar sus propios retos: desigualdad, estancamiento económico, crimen organizado. China ofrece parte de eso, Estados Unidos ofrece otra parte; y, ambos exigen lealtad. Navegar entre esas presiones requerirá una política exterior más inteligente, más autónoma y más estratégica de lo que hemos tenido en décadas.
México, por su peso y su frontera compartida, estará en el centro de esta tensión. La revisión del T-MEC en 2026, la presión migratoria y los temas de seguridad serán usados como palancas para negociar. Y la pregunta que enfrentaremos es si podemos defender la soberanía sin romper la cooperación, y si seremos capaces de construir una relación de respeto mutuo en un momento en que Washington vuelve a vernos como un territorio estratégico, lleno de minerales críticos y consumidores a sus productos.
América Latina vuelve al radar estadounidense. Lo que falta saber es si tendremos, esta vez, la capacidad de construir un futuro propio.











