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Dani Rodrik, uno de los economistas contemporáneos más influyentes, profesor de la Universidad de Harvard y recientemente nombrado Doctor Honoris Causa por la UNAM, sostiene que estamos siendo testigos del nacimiento de un consenso económico post-neoliberal en el mundo; y en particular, para Estados Unidos, uno que está uniendo —de forma inusual— a sectores de izquierda y de derecha alrededor de nuevas prioridades de política pública.  Rodrik identifica tres elementos centrales de este nuevo consenso:

  1. Reconocer que la concentración de poder económico es excesiva y que ya no puede dejarse sin control. Esto se manifiesta en la preocupación compartida —desde progresistas hasta populistas conservadores— por el impacto corrosivo de la desigualdad, el poder monopólico de las corporaciones y las distorsiones generadas por la financiarización. En otras palabras, existe un acuerdo amplio respecto a que el libre mercado sin frenos ha fallado en contener excesos de poder económico y político.
  2. La necesidad de devolver dignidad a las personas y regiones que el neoliberalismo dejó atrás, poniendo especial énfasis en la creación de buenos empleos que sostengan una clase media robusta y cohesionen socialmente. Aquí el consenso reconoce que empleo e identidad social están profundamente ligados, y que los mercados por sí solos no alcanzan para asegurar un desarrollo equitativo.
  3. Un rol activo del gobierno en guiar la transformación económica, aceptando que los mercados autonomizados no producirán por sí mismos resiliencia industrial, seguridad nacional, innovación avanzada o empleos de calidad. Esto significa volver a políticas industriales —incluyendo intervención productiva y subsidios estratégicos— en el centro del debate económico.  Esto era hasta hace poco vista como reliquia del pasado, ahora es reconocida como herramienta central para una economía que funcione.

Para Estados Unidos, este viraje se traduce en un deseo explícito de re-industrialización y de reshoring de capacidades productivas clave. Sin embargo, esto representa una alarma para México, cuya economía ha apostado prácticamente todo al crecimiento derivado de la integración con Estados Unidos, sin una política industrial propia desde 1994. El país renunció formalmente a una agenda de desarrollo productivo o de política industrial estructurada, confiando en encadenarse a la economía estadounidense a través de la apertura comercial y la integración de cadenas globales.

Esta apuesta fue validada con la entrada del T-MEC, que muchos ven como la “salvación” del crecimiento mexicano. Pero el problema es mucho más profundo: si Estados Unidos decide que su crecimiento futuro depende de recuperar su base industrial, dejará de ver en México el lugar predilecto para todo su nearshoring e integración productiva, a menos que México tenga algo más que mano de obra barata, un acuerdo comercial y un mercado de 120 millones de consumidores.

Esto significa tres puntos cruciales que nadie está discutiendo de manera seria en nuestro país (ni el gobierno federal ni la mayor parte del sector privado) :

  1. Que la supuesta garantía de crecimiento basada en la integración con la economía estadounidense no es un plan de desarrollo económico en sí mismo. Es simplemente un condicionante externo; si ese socio cambia su estrategia, México queda expuesto.
  2. Que la ausencia de una política industrial nacional —una agenda clara de inversión productiva, de encadenamientos hacia actividades de mayor valor agregado, de desarrollo tecnológico y de empleo formal de alta calidad— no nos permite aprovechar los vientos que soplan en la economía global. Y sin ella, México seguirá siendo un eslabón marginal.
  3. Que el debate de ausencia de crecimiento económico en México continúa reducido a narrativas ideológicas entre la izquierda y la derecha, sin una discusión técnica profunda sobre qué modelos de crecimiento son sostenibles, cómo se genera productividad real ni cómo se estructuran encadenamientos productivos sólidos.

El milagro mexicano del siglo pasado —cuando el país logró tasas elevadas de crecimiento y desarrollo industrial a través de una política económica articulada— no fue casualidad. Fue el resultado de una visión estratégica del desarrollo. Podemos hacerlo de nuevo, pero requerirá primero: i) una discusión nacional amplia y pragmática sobre qué economía queremos construir y si es factible; ii) un reconocimiento honesto de nuestras debilidades estructurales: empleo informal, baja inversión en innovación, fragmentación productiva; y, iii) un consenso técnico más que ideológico que incluya sector público, iniciativa privada, academia y sociedad civil.

Rodrik nos ofrece un espejo para ver lo que ocurre afuera: la economía más poderosa del mundo (y nuestro vecino) replanteando sus prioridades productivas y reconociendo el rol indispensable del Estado. Por nuestro lado, necesitamos reconocer el diagnóstico de nuestros propios problemas con la misma seriedad, y comenzar a trabajar en sus soluciones de manera urgente. Si no lo hacemos quedaremos condenados a reaccionar y no a construir. Y eso no es estrategia: es improvisación con consecuencias históricas.

Sergio F. Vargas Téllez

Economista por el CIDE y Maestro en Administración Pública y Desarrollo Internacional por la Universidad de Harvard, EE.UU. Cuenta con más de 14 años de experiencia en el sector público a nivel federal y estatal, así como en organismos internacionales. Imparte la materia Implementación de Políticas Públicas en la Maestría de Gestión Pública del CIDE. Fue Secretario de Desarrollo Económico del estado de Hidalgo, Coordinador de Asesores del Subsecretario de Hacienda y Crédito Público. Actualmente es Asesor en el Senado de la República para el Grupo Parlamentario Morena.