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Es común durante los periodos ordinarios de sesiones en el Congreso de la Unión, que diversos noticieros abran o incluyan en sus segmentos políticos, la “agenda del Congreso”, es decir, los dictámenesque se discutirán, qué reformas se votarán, etcétera. Sin embargo, no es raro que esa agenda se mueva, se acelere o se congele, no por la dinámica propia del Poder Legislativo, sino por lo que señaló unas horas antes la Presidencia en la conferencia matutina.

Es cierto que la mañanera funciona como un espacio de definición de agenda política a nivel nacional y, desde luego, de prioridades legislativas. Dado que las mañaneras son un fenómeno de los últimos dos sexenios, se podría pensar que fue a partir de entonces que el Congreso simplemente reacciona a la agenda fijada por el Ejecutivo. Sin embargo, basta con ver el promedio de aprobación de las iniciativas presidenciales desde el año 2000 a la fecha (78.66%[i]) para entender que el Legislativo en nuestro país suele “darle a la Presidencia lo que pida”. Este fenómeno plantea preguntas incómodas pero necesarias. Por ejemplo: ¿qué papel juega el Poder Legislativo en nuestro sistema político? ¿es un actor con agenda y capacidad de control?  ¿ha vuelto a ser un espacio de ratificación de las decisiones del Ejecutivo? o  ¿alguna vez dejó de serlo?

Para responder a estas preguntas propongo la siguiente ruta: en principio, hacernos de un marco teórico que nos provea de categorías de análisis y, enseguida, mirar brevemente hacia atrás, a la llamada transición a la democracia en nuestro país para revisar los diferentes momentos por los que ha atravesado el Congreso en los últimos años. Para finalmente, volver a preguntarnos si el Congreso que tenemos está a la altura de los desafíos actuales.

En cuanto al primer paso en nuestra ruta, me permitiré seguir la esencia del survey de las tipologías de las legislaturas que hace poco más de 10 años realizó Amie Kreppel (2014)[ii] en el Oxford Handbook of Legislative Studies[iii].

Kreppel inicia con una distinción conceptual entre asambleas, legislaturas, parlamentos y congresos, al estilo del viaje por las escalas de abstracción que proponía Sartori, pues va desde el conjunto más abstracto que son las asambleas, hasta los más concretos -parlamentos y congresos- mediante la adición de atributos definitorios. Así, mientras una asamblea es meramente una reunión de personas con un propósito, las legislaturas son asambleas con un propósito político y de hacer leyes. Por su parte, los parlamentos y los congresos son tipos de legislaturas que se distinguen entre sí por el diseño constitucional y, particularmente, en lo que respecta la relación con el Poder Ejecutivo. De tal suerte que en los parlamentos hay una cierta dependencia entre el Ejecutivo y el Legislativo pues es éste último quien elige al primero. Por otro lado, se suele llamar Congresos a aquellas legislaturas en los sistemas de separación de poderes como el nuestro, en donde el Ejecutivo es elegido por la ciudadanía y el Legislativo también y,  son independientes entre sí.

Sea Parlamento o Congreso, las legislaturas tienen esencialmente las mismas funciones dentro de los sistemas políticos, a saber,  la de representación, la de ser un vínculo con la ciudadanía, la de control o vigilancia al Ejecutivo y la de legislación, lo cual desde luego impacta la hechura de políticas por eso, a esta función se le llama también policy-making.  Estas funciones de las legislaturas, al igual que la fuente de la toma de decisiones dentro de las mismas, su fuente de legitimidad y su relación con el Ejecutivo han sido variables indiscutibles en su clasificación dentro de la literatura especializada.

Una de las tipologías clásicas y a la que no podría dejar de referirme –desde luego también citada por Kreppel– es la de Nelson Polsby (1975)[iv], quien clasifica a las legislaturas como transformadoras o como arena.En las primeras, la fuente principal de las decisiones está dentro de la propia legislatura. En las segundas, la legislatura funciona sobre todo como foro de discusión y escenificación -arena-  de decisiones que se tomaron en otro lado, como las cúpulas partidistas o el Ejecutivo mismo.  

Michael Mezey (1979)[v] complejiza el panorama planteado por Polsby, su tipología consta de cinco categorías a partir del poder de decisión y del apoyo social de las legislaturas, por tanto, las hay: activas, con poder de decisión fuerte y apoyo alto; reactivas, con poder modesto, pero apoyo alto; vulnerables, con poder fuerte, pero poco apoyo; así como legislaturas marginales y mínimas, más propias de regímenes no democráticos.

Kreppel retoma estas discusiones y agrega la variable autonomía legislativa. Para ello, distingue entre una autonomía institucional vinculada al diseño constitucional, como la separación de poderes, y una autonomía partidista, que tiene que ver con el grado de control que ejercen los partidos, dentro y fuera de la legislatura, sobre las personas legisladoras. De esto surge una nueva clasificación en cuatro cuadrantes: Congresos fuertes (alta autonomía institucional y alta autonomía partidista), Parlamentos fuertes (baja autonomía institucional, pero alta partidista), Congresos débiles (alta autonomía institucional, baja partidista) y Parlamentos débiles (baja en ambas). En este esquema, el Congreso mexicano aparece justamente como un “Congreso débil” ya que cuenta con un andamiaje institucional robusto en términos formales, pero una autonomía partidista limitada por la disciplina de las bancadas y el peso de las dirigencias.

Si miramos ahora al Congreso mexicano a la luz de estas tipologías, es evidente que su trayectoria desde la llamada transición a la democracia no ha sido lineal. Durante el viejo régimen de partido hegemónico, la legislatura funcionó, en los hechos, como una legislatura arena donde las decisiones se tomaban en otros espacios del sistema político y el Congreso operaba como el ámbito de legitimación formal. La fuente real del poder legislativo residía en el partido dominante y en la Presidencia.  

El punto de inflexión llegó en 1997, cuando el PRI perdió por primera vez la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. A partir de entonces, el Congreso empezó a comportarse con rasgos más cercanos a una legislatura transformadora: el presupuesto se volvió objeto de negociación real, las reformas constitucionales requirieron acuerdos multipartidistas y la división de poderes dejó de ser una cláusula retórica para volverse práctica política. La expedición de la Ley Orgánica del Congreso General a finales de los noventa buscó precisamente ordenar esta nueva centralidad legislativa y dotar a las cámaras de reglas de funcionamiento acordes con un sistema más competitivo.

Sin embargo, la evolución posterior dio cuenta de que contar con instituciones formales fuertes no garantiza una alta autonomía legislativa.  El ciclo político que se abrió en 2018, con la conformación de mayorías claras alineadas con el Ejecutivo, reactivó dinámicas similares -subrayo similares- a las vistas en décadas previas.  En un sistema de separación de poderes, cabría esperar un Congreso altamente autónomo.  En la práctica, el Congreso mexicano está más cerca del tipo de Congreso débil: instituciones poderosas sobre el papel, pero con márgenes de decisión recortados por el peso de las dirigencias partidistas externas a la vida parlamentaria.

En este contexto, preguntarnos si el Congreso necesita reformarse no es trivial, sino pertinente. Hoy en día, el Congreso debería ser más independiente en la toma de decisiones y responder a la ciudadanía más que al Ejecutivo o las cúpulas partidistas, los bajos niveles de confianza ciudadana en esta institución así lo sugieren[vi]. La vinculación con la ciudadanía ha quedado al margen no sólo de las tipologías, sino de las decisiones del Congreso mismo, la opacidad y la falta de apertura a mostrar el ejercicio de sus recursos y la lógica en la toma de sus decisiones han sido una constante.  Por otro lado, en una época de “super mayorías” tendrían que reforzarse los candados para que una sola fuerza política no sea la fuente de toda decisión.

En vísperas de una reforma electoral de grandes dimensiones que propone cambiar las reglas para la composición de las cámaras del Congreso, es preciso que en la mesa se encuentre también una visión de Congreso más democrático, más transparente, más abierto y sobre todo más ciudadano.


Notas y referencias:

[i] Cálculo propio con datos del Sistema de Información Legislativa de la Secretaría de Gobernación.

[ii] Kreppel, A. (2014). Typologies and Classifications. The Oxford handbook of legislative studies, 82.

[iii] Martin, S., Saalfeld, T., & Strøm, K. (Eds.). (2014). The Oxford handbook of legislative studies. OUP Oxford.

[iv] Polsby, N., 1968. The Institutionalization of the U.S. House of Representatives. American Political Science Review, 62: 144–68.

[v] Mezey, M., 1979. Comparative Legislatures. Durham : Duke University Press

[vi] En la última entrega de Latinobarómetro en 2024, el porcentaje de personas que refirieron tener poca o mucha confianza en el Congreso sumaron el 65% y las personas que dijeron que podría existir una democracia sin Congreso representaron el 38%.

Stephany Echeverría

Candidata a Doctora en Ciencia Política por el Programa de Posgrado en Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, institución en la que también obtuvo los grados de Maestra en Gobierno y Asuntos Públicos y Licenciada en Ciencias Políticas y Sociales. Cuenta con un diplomado en Comunicación y Diseño de Campañas Políticas por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, así como con un diplomado en Ciencia de Datos para las Ciencias Sociales impartido por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, sede México. Ha participado en diversos congresos internacionales organizados por la International Political Science Association, la International Public Policy Association y la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política. Sus líneas de investigación se centran en los estudios legislativos y la representación política. Actualmente, es profesora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y se desempeña como asesora parlamentaria en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión.