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La mañana del 5 de noviembre a las 5:50 aproximadamente y tras más de 20 horas de discusión, se aprobó el Presupuesto de Egresos para el Ejercicio Fiscal 2026, el cual asciende a 10 193 683.70 mdp. Debemos recordar que de acuerdo con el artículo 74 constitucional, la aprobación del presupuesto es una de las facultades exclusivas de la Cámara de Diputados.

El llamado “poder de la bolsa”, es decir, el control de lo que se gasta y lo que no, es manifestación de una de las funciones más importantes de los parlamentos, que lamentablemente se suele dejar de lado como uno de los elementos más relevantes del Poder Legislativo, y es precisamente la función de vigilancia y control hacia el Ejecutivo.

La mayoría de las personas saben y entienden, de manera intuitiva, que la función del Poder Legislativo es legislar y ciertamente lo es, pero la función de control es tan relevante como el legislar mismo, o como la representación política de las distintas voces de una sociedad.

El control parlamentario es esencial para el equilibrio democrático y, en última instancia, para la existencia de la democracia misma. Constituye un freno al abuso de poder por parte del Ejecutivo, al funcionar como un mecanismo de rendición de cuentas horizontal entre los poderes del Estado. Además de fortalecer el equilibrio institucional, este control actúa como una forma indirecta de supervisión ciudadana, pues permite que, a través de sus representantes electos, la sociedad revise, fiscalice y limite las decisiones del gobierno.

En el desempeño del control parlamentario, la oposición y las minorías juegan un papel fundamental, porque esta función implica señalar errores, abusos u omisiones en las actividades de gobierno por parte del Ejecutivo y precisamente, esa es también una función de la oposición y de las minorías. Así es como se constituye un sistema de pesos y contrapesos esencial para la salud de las democracias.

Cuando una amplia mayoría, que además pertenece al mismo partido que el Ejecutivo, domina en el Congreso, la función de control en todas sus expresiones de vuelve más compleja, la mayoría se vuelve menos crítica y más complaciente con las determinaciones del Ejecutivo y las minorías deben jugar bien sus cartas para que la función de control no se diluya y además capitalizarla políticamente.

El caso mexicano ilustra este escenario particular: la combinación de una cultura y sistema políticos con un fuerte presidencialismo, junto con reglas electorales y de selección de candidaturas que favorecen la disciplina partidaria, conforman una estructura que dificulta la independencia y la libertad de conciencia de las y los legisladores para poder ser críticos ante las acciones del Ejecutivo. En consecuencia, cuando una fuerza política controla la Presidencia y la mayoría en el Congreso, los procesos de cuestionamiento, vigilancia y control se reducen a una mera simulación y un simple trámite administrativo.

Por otro lado, está la oposición, que en el contexto mexicano actual parece no encontrar la forma de cumplir con lo que, en general, le corresponde. Es decir, contribuir a la articulación del debate, la deliberación, la vigilancia al poder y ser competitiva electoralmente, pero, sobre todo, la representación de distintos grupos, distintas voces y distintas visiones presentes en una sociedad.

Desde el 2018, con el triunfo de Morena y el retorno de los gobiernos unificados, con una fuerza dominante en el Ejecutivo y el Legislativo, y una narrativa política capaz de concentrar el sentido moral del país, las oposiciones tradicionales —PRI, PAN y PRD— se reconfiguararon en una sola oposición que respondió con una alianza reactiva más enfocada en contener al oficialismo que en articular un proyecto alternativo. Su alianza representó una suma de debilidades y un frente electoral sin cohesión ideológica ni narrativa común.

Esa incapacidad para ofrecer un horizonte propio redujo a las oposiciones a un papel defensivo. En el Congreso,  y fuera de él, el oficialismo tiene un control discursivo y una legitimidad social que sin mucho esfuerzo, mantiene a la oposición en un lugar lejano dentro de la competencia electoral, al menos así es a nivel nacional. En ese contexto, la oposición no es vista como alternativa, sino como una extensión inercial del viejo régimen.

Durante la reciente discusión presupuestal, esa debilidad volvió a hacerse evidente. Tras más de veinte horas de debate, el bloque mayoritario aprobó el Presupuesto de Egresos 2026 sin aceptar una sola de las reservas presentadas por los grupos opositores. Claramente, los números en el Congreso no le dan a la oposición una capacidad de negociación real, pero más allá del resultado numérico, en el debate parlamentario la oposición se limitó a aferrarse al lamentable acontecimiento con el Alcalde Carlos Manzo, y a explotar visualmente temas de nota rosa política, ello en conjunto con la vieja técnica del llamado filibusteo, en la cual para retrasar la aprobación de un asunto, las y los legisladores pronuncian discursos largos, y presentan reservas triviales o innecesarias para alargar el debate y desgastar.

La oposición discursivamente cumple con su papel de denuncia en temas aislados y muy puntuales, pero  parece incapaz de construir un discurso que trascienda la queja. Su papel, fundamental para equilibrar el poder, se reduce a una presencia testimonial. Esa ausencia de contrapeso debilita no solo a los partidos, sino al propio Congreso como institución, porque su función de control se vuelve meramente un trámite.

Stephany Echeverría

Candidata a Doctora en Ciencia Política por el Programa de Posgrado en Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, institución en la que también obtuvo los grados de Maestra en Gobierno y Asuntos Públicos y Licenciada en Ciencias Políticas y Sociales. Cuenta con un diplomado en Comunicación y Diseño de Campañas Políticas por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, así como con un diplomado en Ciencia de Datos para las Ciencias Sociales impartido por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, sede México. Ha participado en diversos congresos internacionales organizados por la International Political Science Association, la International Public Policy Association y la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política. Sus líneas de investigación se centran en los estudios legislativos y la representación política. Actualmente, es profesora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y se desempeña como asesora parlamentaria en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión.