Como en la Revolución Mexicana, el epicentro del terremoto que derruiría el régimen imperante  ocurrió en Chihuahua, la rebelión cívica que Francisco Barrio encabezó activó las alarmas del gobierno federal, pero se auto engañó asumiendo que era un fenómeno local.
Dos años después, las ondas telúricas se extendían por todo el país, y en 1988, el PRI dejaba de ser el partido hegemónico al perder, frente a uno de los suyos, las elecciones presidenciales. La sorpresa fue tal que la Secretaría de Gobernación tuvo que tumbar el sistema con el que fluían los datos de las casillas. Se  cayó y calló el sistema, sólo así pudieron detener la alternancia en el poder, pero estaban tocados de muerte, los años que siguieron fueron de preparación para la entrega: durante el gobierno del espurio Carlos Salinas, Cuauhtémoc Cárdenas funda el PRD para darle cauce a la rebelión cívica que a nivel nacional lideró, pero desde el gobierno se administró su crecimiento mediante fraudes y desgaste mediático; aunque no fue gratis, y nos costó el Tratado de Libre Comercio, se reconoció el primer triunfo de la oposición derechista, permitiendo que en Baja California Ernesto Rufo Appel protestara como gobernador; desapareció la Dirección Federal de Seguridad, policía política que el priato utilizaba para reprimir, y pasamos a la etapa del espionaje científico y “democrático” del CISEN; se instituyó la Comisión Nacional de Derechos Humanos; se creó al Instituto Federal Electoral sustituyendo a la Secretaría de Gobernación como organizadora de elecciones, y se fundó el Tribunal Electoral de la Federación, todo como un plan maestro para administrar la entrega del poder y blindar la imposición y legitimación del neoliberalismo en México, por eso el gobierno de Ernesto Zedillo reconoció los triunfos de la izquierda en la capital de la República, Zacatecas y Baja California Sur, pero saboteó junto a la oligarquía mexicana la llegada del ingeniero Cárdenas al poder en el 2000, mediante la colusión mediática para inculparlo de la muerte violenta de un cómico drogadicto y con ese tramposo linchamiento, finalmente, entregar el poder a la derecha mexicana, socia y validadora del neoliberalismo.
¿Fue una transición pactada? Sin duda, pero no de manera legítima ni institucional, sino truculenta y maliciosa, entre quienes compartían el modelo económico, excluyendo a quienes se oponían; sin embargo, no podemos negar que de 1997 a mediados del 2004, fue la época dorada de nuestra naciente democracia, pues a partir del 95 la cosa se pudrió.
El desafuero a López Obrador por intentar abrir una calle para un hospital, fue la maniobra leguleya que el “gobierno de la democracia” intentaba para derrocar al político más popular, e impedir el cambio de modelo económico. Aun cuando la població impidió el atropello, las irregularidades durante la campaña electoral demostraron que lo que la democracia había construido era en realidad un régimen oligárquico, en el que se concentró la riqueza y disparó la desigualdad; en el que ganaba las elecciones el que más dinero recauda; en el que la corrupción estaba tan acendrada que lo abarcó todo; en el que empresarios y gobernantes se entremezclaron en una masa venenosa para el país; en donde la impunidad señorea alimentando los bolsillos de uno y saqueando los de otros. Por eso celebro que la ciudadanía despertó del letargo en el que lo ubicó la fantasía democrática, para continuar sin  descanso hasta la implementación de la verdadera democracia mexicana. Hoy estamos en ese proceso, construyendo un futuro compartido entre todos los mexicanos, abatiendo la pobreza, defendiéndonos con una visión soberanista de las amenazas del exterior y gobernando sin odio social un México de igualdades y bienestar, incentivando la democracia participativa y no la de intermediarios políticos que impedían la verdadera representación.
El laberinto de nuestra democracia. Parte I






















