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El pasado 27 de agosto, en la que originalmente sería la última sesión de la Comisión Permanente, México presenció un reprobable acto de violencia entre algunos legisladores por supuestas violaciones al procedimiento parlamentario. Al término de la sesión y bajo el argumento de una conducción facciosa del debate, los reclamos del PRI al entonces presidente de la Mesa Directiva llegaron al nivel físico, desatando una vergonzosa escena.

¿Fue un acto de gravedad? En parte, porque una democracia se caracteriza por dirimir sus diferencias políticas mediante el diálogo, y precisamente esa es la razón de ser del Parlamento. Además, este lamentable hecho  significó una agresión al representante de uno de los tres Poderes de la Unión. Sin embargo, ni es un acto inusual y probablemente no tenga una verdadera repercusión en los procesos legislativos.

De hecho, el episodio ocurrió en el seno de la Comisión Permanente, un órgano que sesiona únicamente en los periodos de receso del Congreso de la Unión y cuya función principal es desahogar la agenda política, un diálogo que permite a las y los legisladores debatir sobre la vida pública del país. Asimismo, la Comisión Permanente recibe y turna iniciativas, concede licencias, puede convocar a reuniones extraordinarias de las Cámaras y ratifica algunos nombramientos propuestos por el Ejecutivo Federal. Sin embargo, en sentido estricto, la Comisión Permanente no es un órgano con facultades legislativas plenas, de modo que con el episodio violento del 27 de agosto, no se interrumpió ningún procedimiento relacionado con la discusión o aprobación de alguna ley.

Por otro lado, no es la primera vez que se presencia este tipo de hechos. Durante la LXV Legislatura, en la Cámara de Diputados, una diputada de Morena agredió a empujones al presidente de la Mesa Directiva por presuntamente permitir una actitud discriminatoria por parte de otro diputado panista. Durante las discusiones del Presupuesto de Egresos, se han presentado episodios similares, y recientemente en el mismo Senado, entre el PAN y Morena, ante la polémica por la incorporación de un senador al grupo mayoritario, para así poder aprobar la reforma al Poder Judicial. En los congresos locales también se ha llegado a fuertes insultos o violencia física.

La violencia parlamentaria, que implica una acción física para interrumpir un procedimiento parlamentario, se ha presentado de manera constante no sólo en México, sino en varios países del mundo, como en Corea del Sur, India, Italia, Japón, Rusia, Taiwán, Turquía, Ucrania, o incluso Estados Unidos y el Reino Unido.

Moritz Schmoll y Wang Leung Ting[1] señalan que la violencia tiene una relación directa con la calidad de las instituciones democráticas. Los autores realizaron un análisis de las peleas parlamentarias entre 1980 y 2018 e identificaron 375 casos en 80 países. Al parecer, son más comunes entre los países que no son democracias consolidadas ( donde la oposición y el partido gobernante aceptan plenamente las reglas del juego para llegar al poder) pero que tampoco son autoritarios, porque en este último escenario, si el régimen tiene un control absoluto, no tiene caso iniciar peleas que no tendrán repercusión alguna.

Otro factor que puede incidir en la aparición de violencia parlamentaria es la integración de los Congresos. Las Cámaras con un gran número de partidos pequeños presentan mayores actos de violencia, pues tiende a haber más posiciones disruptivas y radicales. Pero también en las legislaturas que están divididas en dos bloques de similar tamaño, pues ante los escenarios de mayorías muy apretadas, algunas personas legisladoras pueden considerar necesario implementar acciones extraordinarias, como agresiones físicas, para afianzar o deslegitimar las victorias.

Existen diversas tácticas políticas cuya intención retrasar o cambiar el resultado de algunos actos legislativos, tales como la prolongación del debate para retrasar una decisión (técnica conocida como filibusterismo), la rectificación de quórum, o la solicitud reiterada de votaciones nominales o recuento de votos, que, en sentido estricto, son legales. Pero la violencia parlamentaria va más allá, pues implica acciones físicas que impiden el curso normal de los procesos democráticos de discusión. No sólo son golpes, sino el uso de barricadas, las tomas de tribuna, la destrucción de documentos, entre otros ejemplos.

A pesar de que pudiese parecer un acto irracional e instintivo, la violencia parlamentaria, en ocasiones, puede ser una estrategia maquiavélica de algún legislador, cuyo objetivo principal no sea incidir en un procedimiento parlamentario, sino colocarse a sí mismo en el centro del ojo público. Este comportamiento no sólo es anti democrático, sino contrario a todo sentido de ética, en especial al considerar que las peleas en los parlamentos disminuyen la percepción positiva de los electores no sólo en las instituciones legislativas, sino incluso en los procesos democráticos[2], aspecto que resulta muy preocupante en cualquier contexto, incluido el mexicano.

Nathan Batto y Emily Beaulieu sostienen que algunas personas legisladoras, lejos de agredir a alguien de manera instintiva, usan la violencia de una manera calculada y estratégica, para generar simpatías y ganar el apoyo de determinadas audiencias en sus carreras[3]. De tal forma, identifican temas sensibles para su electorado y se demuestran como sus férreos defensores, buscando un apoyo para sus siguientes pasos en la política.

¿Cómo prevenir esos actos inmorales? En México existe el Código de Ética de la Cámara de Diputados, que desde 2016 es obligatorio para sus integrantes y tiene a la “lealtad” como uno de sus principios rectores, según el cual debe haber un trato solidario y de respeto mutuo. Pero ese instrumento no aplica a senadores y las sanciones son muy moderadas. Respecto al episodio vivido la semana pasada, además de haber aprobado un pronunciamiento de la Comisión Permanente con la condena contra la agresión, se informó que las personas involucradas presentaron denuncias penales contra los agresores y se solicitará su desafuero.

Independientemente de ello, es necesario promover una mayor cultura cívica. Los diferentes órdenes de gobierno, el Instituto Nacional Electoral y los propios partidos políticos deben tener un papel activo en el fortalecimiento de la democracia y en advertir que la violencia jamás será el camino para la resolución de conflictos. Como  ciudadanía nos corresponde ser más conscientes de los procesos democráticos y condenar la violencia parlamentaria, en aras de un verdadero diálogo representativo al interior del Congreso.


[1] SCHMOLL, Moritz y TING, W.L. Explaining Physical Violence in Parliaments. Journal of Conflict Resolution, 67, en https://journals.sagepub.com/doi/abs/10.1177/00220027221115352

[2] BATTO, Nathan F. y BEAULIEU, Emily. Partisan Conflict and Citizens’ Democratic Attitudes: How Partisanship Shapes Reactions to Legislative Brawls. The Journal of Politics 82, Chicago, 2020, en https://www.journals.uchicago.edu/doi/suppl/10.1086/705923

[3] BATTO, Nathan F. y BEAULIEY, Emily. Making punches count. The individual logic of Legislative brawls. Oxford, Londres, 2024.

Ernesto Pérez Rodríguez

Abogado e Historiador por la Universidad Veracruzana, Maestro en Cooperación Internacional para el Desarrollo por el Instituto Mora y Maestro en Derecho Parlamentario por la Universidad Autónoma del Estado de México. Actualmente es Doctorante en Administración Pública por el INAP. Imparte las materias de Derecho y Derecho Internacional en la Universidad Panamericana. Cuenta con más de 18 años de experiencia en el sector público a nivel federal y local, en áreas de Administración, Derecho Internacional, Planeación y Presupuesto. Fue Secretario Técnico de la Comisión de Presupuesto y Cuenta Pública y actualmente es Coordinador de Asesores en la Vicecoordinación de Estrategia y Proceso Legislativo de la Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión