En 2016, México apostó por una arquitectura institucional ambiciosa para enfrentar uno de sus males estructurales más persistentes: la corrupción. El Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) nació como la gran promesa de articulación entre los distintos niveles de gobierno y poderes públicos para prevenir, investigar y sancionar actos corruptos, así como fiscalizar el uso de los recursos públicos. Se trataba de un diseño institucional que respondía a una demanda ciudadana acumulada por décadas y que prometía una coordinación efectiva para contener los abusos del poder. Sin embargo, a nueve años de su surgimiento, la percepción de la corrupción sigue siendo muy alta. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG) 2023 del INEGI, el 83.1% de las personas consideran que los actos de corrupción son frecuentes o muy frecuentes en su entidad federativa.
Si tras casi una década de haber puesto en marcha un sistema nacional con amplias facultades normativas y de coordinación la ciudadanía sigue percibiendo que la corrupción es un acto cotidiano, la pregunta es inevitable: ¿qué se ha hecho mal?
Parte de la respuesta radica en el hecho de que, aunque el SNA subsiste en la Constitución, su implementación real ha sido limitada. La integración de sus órganos, el funcionamiento de sus instancias, la voluntad política para dotarlo de fuerza operativa y la coordinación entre sus componentes han sido irregulares y, en ocasiones, mínimos. Como suele suceder en México, las reformas estructurales pierden fuerza cuando llega el momento de operar sobre la realidad política. En la práctica, el SNA enfrenta dificultades para su pleno funcionamiento e incidencia.
Lo que motivó su creación sigue vigente: la necesidad de contar con una instancia con suficiente autonomía para actuar frente a los actos de corrupción, sin depender de los vaivenes del poder político. Pero con el tiempo se ha hecho evidente que la mera existencia de un sistema, incluso de uno tan complejo y robusto como el SNA, no garantiza resultados. En otras palabras, las instituciones no operan en el vacío: requieren liderazgo, compromiso público, autonomía funcional y, sobre todo, condiciones políticas que les permitan actuar con eficacia.
Entonces, ¿seguimos necesitando un sistema nacional anticorrupción? Sí, pero uno con independencia plena, con legitimidad social y con capacidades suficientes, adaptado al contexto político y a la conformación actual del poder. Esto implica repensar varios aspectos: ajustar su diseño, revisar su integración, evaluar sus resultados y replantear sus mecanismos de articulación.
La lucha contra la corrupción no se agota con la creación de sistemas nacionales. Tampoco puede descansar únicamente en discursos que prometen acabar con el problema desde una lógica moralizante. El combate a la corrupción requiere una política pública articulada, una ciudadanía vigilante, una prensa libre, un poder judicial independiente y, básicamente, la combinación de instrumentos de control formales en forma de mecanismos de monitoreo y sanción, así como instrumentos informales reflejados en reciprocidad y confianza.
En un país federal como México, la eficacia de cualquier sistema nacional anticorrupción depende en gran medida de su capacidad para articularse con las entidades federativas. El diseño del SNA contempló órganos locales que replicaran sus funciones y se coordinaran con la instancia nacional, pero en la práctica esta relación ha sido desigual y, en algunos casos, meramente simbólica. Sin una coordinación efectiva que permita homologar criterios, compartir información y fortalecer capacidades técnicas en todos los niveles de gobierno, las brechas institucionales entre estados seguirán debilitando el combate a la corrupción. Un verdadero sistema nacional requiere que las políticas y mecanismos de control se implementen de manera consistente en todo el territorio, respetando la autonomía local pero garantizando estándares mínimos de actuación y rendición de cuentas.
Replantear la política anticorrupción en México es una urgencia democrática. No hacerlo implica resignarse a que la corrupción siga siendo una práctica normalizada del poder. Hoy debemos preguntarnos qué tipo de institucionalidad queremos: una que figure en el papel o una que transforme la realidad. La respuesta, aunque incómoda, ya no puede seguir postergándose.
Además, es imprescindible incorporar un enfoque integral que reconozca el vínculo entre corrupción, desigualdad y debilidad institucional. Está comprobado que este fenómeno se asocia con otros problemas sociales. Su combate no puede abordarse como una política aislada, sino como parte de un proyecto más amplio de fortalecimiento del Estado de derecho.
La legitimidad de cualquier estrategia anticorrupción dependerá de su capacidad para demostrar resultados concretos que mejoren la vida cotidiana de la ciudadanía, desde trámites más ágiles y transparentes hasta sanciones efectivas contra los y las responsables de abusos. Solo así se podrá recuperar la confianza pública y transformar la percepción de que la corrupción es un mal inevitable.