En los últimos meses, México ha dado un giro trascendental en el diseño institucional de su política económica. La reforma constitucional publicada el 21 de diciembre de 2025 en el Diario Oficial de la Federación marcó la desaparición de dos pilares del mercado mexicano: el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) y la Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE).
Esta decisión —controvertida en foros nacionales e internacionales— abre una nueva etapa en la regulación de mercados, con implicaciones que trascienden lo técnico para instalarse en el centro del debate sobre soberanía económica y el modelo de Estado que México busca consolidar.
La nueva arquitectura institucional contempla una autoridad de competencia descentralizada, adscrita a la Secretaría de Economía, y un regulador de telecomunicaciones dependiente de la recién creada Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones. Este cambio, lejos de ser menor, modifica un paradigma construido durante más de dos décadas, en el que la autonomía de los organismos reguladores era vista como un blindaje frente a intereses políticos y económicos y como una garantía de imparcialidad ante agentes de mercado nacionales e internacionales.
El proceso legislativo que dio forma a las leyes secundarias fue tan complejo como revelador. Las iniciativas —una para la Ley en Materia de Telecomunicaciones y Radiodifusión, y otra para la Ley Federal de Competencia Económica— ingresaron al Senado de la República a finales de abril de 2025. Desde entonces, se desplegó un intenso debate parlamentario que involucró a legisladores, asesores técnicos, representantes de la iniciativa privada y organizaciones de la sociedad civil. Las críticas más recurrentes apuntaron nuevamente a la pérdida de autonomía constitucional y a la posible vulnerabilidad de las nuevas instituciones frente a presiones presupuestales y políticas, lo que podría traducirse en menor confianza de los mercados y en un entorno de negocios menos predecible.
Sin embargo, conviene hacer una distinción crucial: autonomía constitucional e independencia no son sinónimos. La autonomía es una garantía jurídica que coloca a un órgano fuera de la estructura del Poder Ejecutivo, otorgándole control sobre su organización, funcionamiento y presupuesto. La independencia, en cambio, es la capacidad real de una institución para actuar conforme a su mandato legal, sin presiones indebidas, sean políticas o económicas.
La experiencia internacional demuestra que la independencia efectiva de las autoridades de competencia no depende necesariamente de un rango constitucional, sino de un diseño legal robusto, instituciones técnicas sólidas y una cultura política que respete el actuar imparcial de los reguladores.
En el contexto mexicano, si bien la reforma de 2024 eliminó la autonomía constitucional de la COFECE, el nuevo diseño institucional preserva, al menos en el papel, mecanismos esenciales para garantizar la independencia técnica y operativa. La Agencia Nacional de Competencia, concebida como organismo descentralizado, contará con un Órgano de Gobierno colegiado de cinco comisionados, nombrados por el Ejecutivo y ratificados por el Senado, con mandatos transexenales escalonados y causales de remoción limitadas y previstas en la ley.
Además, mantiene facultades robustas: puede investigar y sancionar prácticas anticompetitivas, imponer multas significativas, dictar medidas correctivas y realizar visitas de verificación. Su independencia operativa se refuerza con compromisos internacionales, como el T-MEC, que exige autoridades de competencia imparciales, técnicas y dotadas de recursos suficientes para garantizar un piso parejo en los mercados.
No obstante, la independencia de las autoridades regulatorias y de competencia no solo interesa a los órganos de control y a las empresas nacionales. En un contexto global de reconfiguración de cadenas de suministro y competencia feroz por atraer inversiones, la certeza jurídica y la confianza en la imparcialidad de las reglas son elementos estratégicos.
México, como socio comercial clave en América del Norte, necesita que su sistema de competencia envíe señales claras de que el país cuenta con un árbitro confiable y capaz de garantizar mercados abiertos y justos. Esto no sólo es relevante por el T-MEC —que ciertamente establece obligaciones en la materia—, sino porque incluso sin este tratado, México debe seguir siendo atractivo para el capital nacional y extranjero. Los inversionistas valoran marcos regulatorios predecibles y autoridades que actúen con criterios técnicos, no políticos.
Es cierto que, al ser un organismo descentralizado, la nueva autoridad estará sujeta a ciertos controles presupuestales y lineamientos de política general del Ejecutivo, como la alineación al Plan Nacional de Desarrollo. Pero esto no implica necesariamente que sus decisiones técnicas dependan de órdenes políticas directas.
La ley establece que las resoluciones en materia de competencia serán tomadas exclusivamente por el Pleno técnico. Este diseño, además, mantiene una separación clave: por un lado, la autoridad investigadora que reúne pruebas y construye los casos; por otro, el Pleno que, actuando como órgano resolutor, analiza los expedientes y declara la existencia de prácticas anticompetitivas. Un elemento adicional que aporta confianza es la transferencia del personal técnico altamente calificado de la COFECE a la nueva agencia, lo que preserva la experiencia y el conocimiento acumulado durante años de aplicación de la política de competencia.
Así, aunque la autonomía constitucional era una forma de blindaje, no era la única ni necesariamente la más efectiva. La verdadera independencia de una autoridad radica en la calidad técnica de sus integrantes, en la solidez de su marco legal y en la existencia de contrapesos legislativos y judiciales.
La regulación secundaria, publicada en el Diario Oficial de la Federación el pasado 16 de julio, marca el inicio de una etapa crucial para la política de competencia en México. Con el marco legal ya definido, el reto ahora está en su implementación. De ella dependerá si este rediseño logra consolidar una arquitectura regulatoria más eficaz y soberana, capaz de conducir la política económica con visión estratégica, o si termina por derivar en un aparato fragmentado, vulnerable a presiones políticas y económicas.
La verdadera prueba estará en cómo se ejecute la nueva legislación y en la capacidad de las autoridades para entregar resultados tangibles que beneficien a toda la sociedad y fortalezcan la confianza de los mercados. En este proceso, el papel de la sociedad civil y de los organismos empresariales será decisivo para vigilar que la independencia técnica no se quede en el papel, sino que se ejerza plenamente en la práctica.
México está en un momento bisagra. Esta reconfiguración será recordada como una apuesta estratégica para fortalecer al Estado o como un retroceso en la construcción de instituciones sólidas y confiables. En un entorno internacional donde la competencia por inversiones es más feroz que nunca, la credibilidad de nuestras reglas y la fortaleza de nuestras instituciones no son un lujo: son, sin duda, nuestros activos más valiosos.