En las últimas semanas, el Gobierno de la República ha intensificado una nueva estrategia en materia de seguridad que incluye una ofensiva contra la extorsión —uno de los delitos más lesivos para el tejido social— y una propuesta de reformas en materia de inteligencia. Todo ello ocurre en el marco de una Guardia Nacional que, desde 2024, dejó de ser un cuerpo transitorio de auxilio para convertirse, formalmente, en una fuerza armada permanente. El giro es significativo y no puede entenderse sin asumir que estamos siendo testigos del nacimiento, en los hechos, de una doctrina de seguridad interior, largamente resistida desde las élites civiles, pero anhelada desde los ámbitos de seguridad, incluyendo los hemisféricos.
Durante décadas, los actores políticos y constitucionalistas defendieron la idea de que la seguridad pública debía mantenerse estrictamente bajo control civil. La militarización, se decía, implicaba riesgos a los derechos humanos, a la transparencia y al equilibrio democrático. Sin embargo, la realidad de un país lacerado por la violencia, la extorsión, el crimen organizado y la penetración criminal en gobiernos locales ha erosionado progresivamente esta postura. Hoy, México comienza a consolidar un sistema en el que la lógica de la prevención, el uso estratégico de la inteligencia y la actuación anticipada —propia de los cuerpos de seguridad interior— se abre paso frente a la ineficacia de un aparato de seguridad puramente reactivo.
Sin embargo, esto tuvo que suceder casi dos décadas después de aquel operativo que iniciara en Michoacán y que, durante los sexenios siguientes, marcó una etapa definida entre una política de seguridad basada en la incapacidad y corrupción, y una incipiente política fundada en el humanismo preventivo, que hoy se vislumbra como ruta institucional.
El fortalecimiento legal y operativo de las instituciones de inteligencia, la normalización del despliegue permanente de la Guardia Nacional y la coordinación vertical entre los niveles de gobierno en tareas de vigilancia apuntan a una arquitectura estatal distinta: menos dispersa, más vertical, con mayor capacidad de anticipación. La narrativa del gobierno lo presenta como un modelo de justicia preventiva, donde la tecnología, la recolección de datos y la actuación focalizada permiten intervenir antes de que los delitos escalen. En teoría, esto podría significar un avance frente al modelo colapsado de las policías locales, sin recursos, sin respaldo y muchas veces infiltradas.
Pero esta transición no es menor ni debe pasar desapercibida. México podría estar inaugurando una fase -operativa- sobre el concepto de seguridad interior —contemplado en la Constitución—, que se desarrolle como una práctica institucional consolidada, con legitimidad social construida a partir del hartazgo ciudadano frente al crimen.
Esto exige una reflexión más profunda sobre los equilibrios que deben mantenerse para evitar que la eficacia erosione las libertades. Porque libertad sin valores, como bien se ha dicho, es libertinaje.
Ahora bien, México debe adoptar con decisión una política de Estado basada en el uso soberano y ético de la tecnología. Hoy, resulta inverosímil que empresas privadas como Meta, Amazon o Google puedan acumular y administrar más información personal de los ciudadanos —y que la población lo acepte sin resistencia— mientras que al Estado se le niega la posibilidad de construir herramientas propias de inteligencia digital por temor a una narrativa sembrada hace décadas por élites que confundieron libertad con desregulación total.
Esta falsa narrativa ha debilitado al Estado, haciéndolo incapaz de proteger a su población en un entorno de riesgos globales crecientes. En contraste, las grandes potencias asiáticas, particularmente China, India y Corea del Sur, han entendido que el desarrollo tecnológico y la protección de sus datos son elementos centrales de su soberanía y estabilidad. México no puede seguir rezagado. Debemos dejar de mirar la tecnología como un instrumento frío o amenazante, y empezar a concebirla como un medio para garantizar justicia, equidad y cohesión social, siempre bajo una regulación transparente y con visión humanista.
Este desafío tecnológico no es solo técnico: es civilizatorio. Se trata de construir una sociedad en la que el humanismo y la visión colectiva prevalezcan sobre el individualismo lacerante, que nos ha hecho perder de vista que la libertad individual no puede sostenerse si no se enraíza en una colectividad fuerte, solidaria y con sentido de destino común. Necesitamos recuperar una identidad nacional compartida, basada en valores éticos, en la protección del bien común y en un modelo de vida que no reduzca la convivencia social a competencia entre intereses egoístas.
La seguridad no puede entenderse únicamente como represión ni como control. Su verdadera eficacia dependerá de su articulación con la justicia, el respeto a los derechos fundamentales, una política social que atienda las causas estructurales de la violencia y un Estado tecnológicamente capaz de anticiparse. La oportunidad que hoy tiene México es la de construir un modelo preventivo, eficaz y respetuoso de la dignidad humana. Pero esto solo será posible si se mantiene un debate público informado, vigilante y exigente frente a esta nueva arquitectura de poder.
Estamos frente a una encrucijada: o se consolida un Estado eficaz, moderno y ético en su deber de proteger a las personas, o se institucionaliza un régimen fragmentado y reactivo, incapaz de garantizar la convivencia democrática en el siglo XXI. La línea es delgada. La historia juzgará si supimos cruzarla con inteligencia y madurez.